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Archive for the ‘Conversaciones en el transporte público’ Category


Como dice mi madre: “a qui escarnix, el dimoni li ix”. La traducción en castellano es “a quién escarnece, el demonio le sale”. Escarnecer está aceptado en la RAE y significa hacer burlo o mofa de algo /alguien. Es una de esas palabras que me sorprende porque nunca creí que existiese y fuese tan parecida a la valenciana. Vamos, que si alguien la hubiese utilizado en una frase delante de mí, hubiese pensado que estaba traduciendo de forma literal del valenciano y que, en realidad, estaba haciéndolo mal. “Nunca te acostarás, sin saber una cosa más”, mira que es sabio el refranero popular.

Ya me centro. Hace unas semanas, me fui con unas amigas a Castellón, a disfrutar de las fiestas de la Magdalena. Fuimos desde Valencia a Castellón en tren y, después de la absurda carrera que nos pegamos para subir al tren pensándonos que era el anterior que todavía no había salido y que todavía nos daba tiempo a cogerlo (resultó que no era así y que habíamos corrido para nada), nos pusimos a hablar de nuestras cosas sin importarnos que el resto del vagón se estuviese enterando de parte de nuestras vidas. No sé en que momento exacto del viaje pasó, cuando un chico que estaba sentado justo en la hilera izquierda de asientos, se sentó delante de nosotras (íbamos en un asiento de cuatro). Nosotras continuamos hablado y poniéndonos al día como si nada, hasta que de pronto dijimos algo que tenía gracia y nos reímos. Para nuestra sorpresa, el chico también se rió. Hasta aquí todo normal. Suele ser habitual que, queriendo o sin querer, te pueda hacer gracia un comentario y te rías aunque se suponga que no tendrías que estar escuchando. Es habitual que pase en el tren. Por ejemplo, unas semanas atrás, iba una niña pequeña con su madre de camino a Elda y la niña tenía un libro de cuentos y le insistía a su madre historia tras historia que le contase más. Total, que la madre se cansó y le acabó diciendo a la niña que era el momento de que ella contase los cuentos y la niña que hablaba medio en castellano y medio en valenciano, contó con un salero y una gracia dignas de ver, el cuento de Caperucita Roja “com la tia Martella”: una palabra en castellano y otra en valenciano. Algo así como:

– Abuelita, abuelita, que ulls más grandes tens
– Para verte millor

A mi, y a más de uno que estábamos en el vagón cerca de dónde estaba la niña y su madre, se nos dibujó una sonrisa en la cara.

Volviendo al chico (chico, chico… bueno, unos veinti mucho tendría), éste no se conformó con reírse y disimular que nos había oído, no. Éste se metió en la conversación aportando detalles de nuestros comentarios, haciendo preguntas y dejándonos sin palabras de forma literal. Total que nos callamos y después intentamos disimular nuestro asombro y el morro del chico cambiando radicalmente de tema y hablando del tiempo hasta que llegamos a la ciudad con más estatuas de Ripollés por metro cuadrado. Eso sí, el asombro nos duró un buen rato más.

Supongo que era de esperar que algún día no fuese yo la que pusiese la parabólica para escuchar en el tren y hacer que el viaje se me haga más corto, pero lo de éste chaval fue pasarse tres pueblos. Nos taca copiar cien veces «No hablaré de temas personales delante de extraños en el tren«, bueno, lo dejaremos en un «no lo volveré a hacer tan descaradamente». Yo por el momento, me estoy dedicando a recuperar horas de sueño en el tren (que falta me hace), eso sí, es inevitable escuchar conversaciones ajenas cuando la gente habla a gritos por el móvil o le habla al de al lado como si estuviese a 10 metros de distancia. De eso yo no tengo la culpa. Por eso hoy, antes de pegar una cabezadita entre Novelda y Villena, me he enterado que la chica que iba en el asiento de detrás tenía un gato pequeño en casa y ha llamado a casa para recordarles a sus padres que le tenían que dar de comer leche y pienso aplastado (o algo así) y que cuando terminase de comérselo tenían que llevarlo a la caja de arena para que se acostumbrase a hacer sus necesidades allí. De esto no me he enterado porque la chica estuviese gritando, sino porque lo ha repetido como unas 50 veces y claro, a fuerza de repetir…

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Fotograma del corto "El viejo y el mar" de Petrov

De vuelta a la ciudad como cada domingo desde hace 6 años. Hoy me he sentado junto a un chico que iba viendo en el portátil cortos de Alexandr Petrov, pero que ha terminado viendo Jerry Maguire (1996). En el preciso instante en el que ponía la película mi interés por él se ha desvanecido por completo. Y ello me ha dado la oportunidad de fijarme en otros viajeros. Unas tres filas delante de la mía, en los asientos que tienen mesas en medio y que son más incómodos que el resto por ello, había un chico con una camiseta de Marvel llena de caras de personajes de cómic, con gafas de pasta cutres de esas que se llevan ahora, el pelo sobre los ojos y una camisa a cuadros con rayas rosa… ¿Cuándo volverá la gente a ser normal? ¿Y las tiendas a tener ropa normal? De las tiendas ya hablaré otro día que el tema da para mucho.

Pero sigamos. Había una china con su hija pequeña que iba paseándose por el vagón porque era la única manera de que la niña no se revolucionase y se pusiese a llorar.

Entremos en materia conversacional que hoy la cosa va de móviles y de meterse mano. Justo cuando el chico de los cortos de Petrov se ponía a ver la película de Cruise y yo apartaba los ojos de su pantalla y abandonaba los apuntes de Comercial II por completo, me he dado cuenta que los ocupantes de los asientos del lado izquierdo se estaban magreando de lo lindo. Así, sin vergüenza ninguna la chica tenía la mano en los huevos del chico… Y la china y su hija de un lado para otro. Justo detrás de los amantes calenturientos iban sentadas dos chicas. La primera de ellas se ha puesto a hablar por el móvil con un amigo y le ha contado lo que le pasó el sábado por la noche y hoy por la mañana. Una historia un tanto rocambolesca que no he acabado de entender del todo al principio, pero en pocos minutos me he puesto al día rápidamente.

La chica (cuyo pelo era color calabaza rancia) había estado el sábado en Mutxamel y la habían vestido de camarera (textual) y había tenido que bailar YMCM y la canción de «soy una taza, una tetera…» (hasta aquí la parte extraña). Resulta que allí también estaba el chico por el que estaba coladísima hasta los huesos y compartieron un bocadillo (medio y medio… ¡me quita medio bocadillo un chico y por mucho que me guste no le hablo!). Total, que después de cenar y beber como cosacos (según la chica) habían visto a un amigo de ella por allí de fiesta y les había preguntado si eran novios. Resulta que el chico le dio un beso en la mejilla y le dijo al amigo de ella que «todavía no». Y ella se derretía por momentos, como la mantequilla en la sartén. Total, que se quedaron a dormir en Mutxamel junto con unos amigos en casa de su tío (o tío cuarto que es lo que ha dicho y que creo que era el dueño del restaurante donde a ella le tocó bailar) y el chico la abrazó. ¡Qué bonito! Pues no, porque en realidad no la estaba abrazando, casi la ahoga. Así se lo ha explicado la chica a su amigo. Resulta que la tenía cogida por el cuello y cuando se despertó y se dio cuenta pensó que si él se giraba o se movía bruscamente la iba a ahogar… No es que yo estuviese poniendo la oreja, que también, sino que la chica iba contando su vida a voz en grito.

Después de la chica del pelo color calabaza rancia, le ha tocado a su compañera de asiento. Ella se ha puesto a hablar con su novio y ha soltado una frase que me ha gustado: «el viaje se hace un poco pesado». A lo que yo añado: por eso es bueno saber entretenerse.

Por cierto, no sé si será casualidad o no, pero llevo dos viernes sentándome la lado del mismo chico en el tren (los asientos van numerados). Así que no sé si es una broma de Renfe o qué. Si éste viernes vuelve a ocurrir, hablo con él. ¡Qué menos!

Casi se me olvida. La mejor frase del día la he oído al subir al metro. Había tres chicos cargados con maletas que tenían prisa y estaban hartos de esperar en el andén de la estación de Xàtiva -atestada por los dichosos actos de Fallas y eso que todavía no han comenzado…- y uno de ellos ha levantado la voz y ha soltado (con un acentazo digno de mención): Vinga, fotre, què és pa’hui! Y el maquinista se ha dado por aludido, las puertas se han cerrado y el metro ha proseguido su marcha.

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Esta entrada ha sido etiquetada en la categoría de “Conversaciones en el transporte público”, a pesar de que no hubo ninguna conversación. Ocurrió en el tren de Valencia-Murcia de las siete de la mañana, ese que ahora llaman Media Distancia para que te cueste más caro el billete pero que tarda lo mismo que un regional de toda la vida al que le han puesto mesas y enchufes en los asientos y televisores en los vagones que sólo emiten publicidad de RENFE. Lo único que realmente ha mejorado es el baño y que los asientos son reclinables (iba a señalar las máquinas expendedoras de comida, pero son más caras que en los regionales, así que no).

Corredor mediterráneoNo suelo coger éste tren porque sale demasiado pronto, pero no me quedó otra opción porque es el único regional que va hacia Alicante desde Valencia por las mañanas (hasta las tres de la tarde no hay ninguno más, después suele haber uno a las cuatro y, el último, a las ocho menos cuarto –tanta alegría por el AVE y nadie parece ver que el sistema centro periferia de trenes es una mierda, lo que hay que articular de una vez por todas es el corredor mediterráneo: ¡hace mucha más falta!-). El sábado tuve que cogerlo para volver a casa porque me quedé el viernes en Valencia. La gran idea era no dormir y coger el tren directamente, pero viendo la mierda de noche que se acabó presentando… Sí, sí, en mi pueblo hay más gente un viernes por la noche de fiesta que en Valencia. ¡Qué triste! Lo peor es que no es la primera vez que me pasa. Valencia, lleva cuidado que mi límite es tres.

Total que al final no fue no dormir y al tren, fue dormir en el sofá un rato y al tren con una cara de zombi bien bonita. Mi esperanza era subir pronto al vagón, acomodarme en el asiento, poner la alarma en el móvil y dormir a pierna suelta hasta llegar a Elda. Estaba a punto de conseguirlo cuando una mujer mayor se sentó a mi lado. En otra ocasión no tendría sentido lo que voy a señalar, pero aquí sí: era muda. Su marido o un familiar estaba bajo del tren y se hacían señas. Hasta aquí todo perfecto. Pero claro, el que estaba bajo quería decirle algo y como la mujer no lo miraba, no podía y no se le ocurrió otra idea mejor que pegar al cristal de la ventana cuando yo estaba casi dormida. Me tocó hacer de mensajera. En realidad, pensando que tendría por delante hora y media de plácido sueño, no me importó del todo ayudar en sus comunicaciones silenciosas.

Hay dos anécdotas que se escapan del desastre de viaje: una ocurrió pocos minutos antes de ponerse en marcha el tren cuando un hombre con tres perros –tipo pastor alemán- intentó subir al tren con ellos e ir a Murcia, el revisor lo echo (a mi me dio un poco de pena porque los perrotes eran muy mansos), la segunda se dio al ir a bajar en la Estación de Elda, donde los de seguridad habían “cogido” un hombre que vendía regaliz por los vagones (también me dio pena porque no hacía nada malo).

Pero vuelvo al relato de mi pesadilla. El verdadero problema llegó cuando el tren se puso en marcha. Yo cerré los ojos y la fuerza me abandonó para volver a abrirlos hasta que mi compañera de viaje empezó a roncar. No a respirar fuerte, no, a roncar a pulmón vivo. Mi cara de “esto no puede ser verdad” era innegable. Intenté vislumbrar algún asiento libre en el vagón pero, aunque parezca mentira por la hora que era, no había ni un miserable hueco libre. Me volví a sentar cabreada y con mucho sueño. La única solución que veía era darle un pequeño codazo a la señora para ver si así se despertaba y mientras ella se despertaba yo me sumía en un profundo sueño. Tan sólo necesitaba cinco minutos, nada más. Después la señora podría roncar a pierna suelta que yo no me enteraría. Pero la señora no reaccionaba a mis codazos –que dejaron de ser tan suaves como el primero-. Así que me pasé hora y media de viaje muerta de sueño, con unas ojeras y un careto que denotaban mi hastío y cansancio. Para desgracia mía, porque no era mi día de suerte, la señora no se bajaba antes de mi estación, con lo que no hubo ni diez minutos de descanso. Menos mal que al llegar a la estación mi padre me estaba esperando en el coche y al llegar a casa me pegué una siesta (del borrego, que dice mi madre) de cuatro horas. Pero no, no acaba aquí la entrada con un final semifeliz de descanso. Resulta que al final no me fui a Alicante en busca de pantalones vaqueros (tema al que, en breve, dedicaré un post) y, encima, me he puesto mala de la barriga. ¿Será el vodka rojo? Laura dice que sí, yo creo que él sólo no puede tener la culpa, pero que también ha ayudado.

Sólo recuerdo un viaje de tren similar, por lo mal que lo pasé: en aquella ocasión iba medio pedo (culpa del vodka también, pero esta vez del normal), eran las siete y media de la tarde y el tren tardo dos horas y media en llegar a Valencia en lugar de hora y media, todo el viaje de pie, con un malestar y unas ganas de vomitas horribles. Fue hace seis años. Ya van dos, mi límite sigue siendo tres.

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Para entender esta conversación un tanto absurda que oí en el “colilla” (el nombre del autobús que une mi pueblo con el de al lado) el domingo pasado voy a utilizar colores y cambiar el formato de las letras: En negrita las palabras del pesado, sin negrita las del vecino de asiento del pesado y, en azul, mis comentarios.

–  ¡Casi lo perdemos,eh tío! ¡Casi nos deja en la parada!

–  Sí tío, joder y yo encima venía corriendo, ¡qué malo es correr y fumar! (¿en éste orden?)

–  Ya tío. ¿Pero que vienes corriendo desde tu casa? ¿y después a la parada?

–  Sí y menos mal que cuando bajaba lo he visto parado en el semáforo, porque sino no llego.

–  Y, y, y si encima fumas… claro tío, es que es jodido correr y fumar, ¿eh? (Otra vez con el orden, ¿no sería al revés?)

–  Si.

–  ¿Y fumas mucho?

–  No, un paquete a la semana más o menos.

–  ¡Ah, bueno! No es mucho, pero claro, si no haces deporte ni nada… es muy malo.

–  Los deportistas no fuman sino no podrían correr tanto, tío. (¡Plash! Se empezó a impacientar aquí y estoy segura de que se arrepintió de haber seguido la conversación).

–  Es verdad tío, es verdad. ¿Viste el gol del Sevilla al Madrid? Fue gol tío, fue gol. ¿Lo viste?

–  (…) Movimiento de cabeza dubitativo.

–  ¿Y a ti qué jugador te gusta más del Barça? A mi me gusta Messi, ¡qué crack, tío, qué crack!

–  Yo del Barça no miro a uno, porque no se puede. Miro al conjunto, porque el Barça es un grupo, un equipo. (¡Olé ahí!)

–  Ya, ya, pero Messi o Iniesta… ¿Y quién te gusta más, Valdés o Casillas? Buah! Lo que daría por ver a Casillas jugando en el Barça. Eso sería un puntazo,  tío.

–  Sí, pero Casillas nunca se irá del Madrid.

–  Ya, ya, pero sería un puntazo,¿ eh? (y dale…)

–  Sí, pero nunca se irá. No se va a ir del Madrid.

–  Si tío, pero ya ves. Valdés se quedaba fuera seguro. Jugarían con Casillas siempre. Tío, dijeron que si se iba no se iría a un equipo de aquí, que se iría a un equipo inglés.

–  Que no se va a ir. Casillas se queda en el Madrid, seguro.

–  Ya, pero si se fuese se iría fuera.

–  (…)

–  ¿Y tú qué, estás en la universidad?

–  No, no, estoy haciendo un módulo.

–   ¡Hostia tío!, eso de estudiar es jodido. Bueno, para los que estáis acostumbrados no, pero para los que no… (Aquí comencé a entender varias cosas, entre otras, su manía de repetir en cada frase la palabra “tío”).

–  (…)

–  ¿Y qué vas, a ver a tu novia?

–  Si.

–  ¡Ah! ¿Qué vas al cine?

–  No sé. Lo que ella quiera.

–  Claro tío. ¿Y qué vas a su casa a recogerla?

–  Si.

–  ¿Y vais al cine?

–  No sé. A lo mejor.

–  ¡Ah! Yo voy al cine. Pues hoy se estrenan muchas películas. ¿Y qué vas tu el finde a ver a la novia?

–  Ayer vino ella.

–  ¡Ah! Ella va los viernes y tu los sábados y los domingos… (era domingo, así que bienvenidos a un claro ejemplo de fracaso escolar: ni sabe el orden de los días de la semana).

–  Si… (¡para qué discutir!)

Aquí, más o menos, se bajaron del autobús. ¡Menos mal! Yo ya no sabía qué cara poner mientras los oía, porque, encima, el pesadete hablaba a gritos (no me lo invento, el otro le tuvo que decir varias veces que bajara la voz). Aunque, la verdad es que me fastidia quejarme de compañeros pesados de autobús o de otro transporte público, porque de lo que me suelo quejar es de que si en el tren no conoces a viajero de al lado o te quedas dormido o llevas un libro o te aburres como una ostra… Sí, somos demasiado «independentistas» en lo que a viajar con compañía se refiere. Parece que nos cueste entablar conversaciones de una hora o un poco más con alguien que no conocemos y al que, a lo mejor, no volveremos a ver. Recuerdo que una vez si tuve un compañero de viaje que no era pesado y con el que hablé durante el viaje de retorno a casa en tren.

Lo dicho, somos unos soso viajando. ¡A ver si nos comunicamos más y mejor!

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Por megafonía se anuncia la llegada del tren. Llevo, junto a mi padre, unos cinco minutos esperando en el andén de la vía correspondiente. Es martes por la tarde y en la estación no hay la aglomeración de los domingos o lunes por la mañana. Somos pocos esperando el tren con destino Valencia, pero la costumbre de cinco años luchando por un asiento es difícil de reemplazar por la tranquilidad. Así que, cuando veo aparecer la máquina del tren reduciendo la velocidad para estacionar en la estación, me despido de mi padre, cojo la maleta y espero a que una de las puertas del vagón se detenga lo más cerca de mí posible. No sé muy bien porqué, pero casi siempre es así. Rápidamente aprieto al botón, la puerta se abre y entro hecha un rayo a coger sitio. Como decía, es martes, así que el vagón está casi vacío. Nada que ver con la tercermundista imagen (sobretodo de hace dos años) de los domingos cuando los estudiantes volvíamosa la capital después de pasar el fin de semana en casa y teníamos que sentarnos en el suelo, sobre maleta propia (o ajena), ir de pie en el descansillo entre vagones…

Me despojo de la maleta y la mochila, me quito la chaqueta, saco los apuntes de Economía Mundial y me acomodo (todo lo que es posible) en el asiento. Delante de mí hay una chica que estudia Psicología en Valencia, según leo en la portada de la agenda de la Universidad que tiene en la mano. Detrás de mí hay un chico durmiendo con los auriculares puestos. Unas finas más atrás, una madre y su hijo pequeño van hablando. El vagón se completa con cuatro profesoras (lo deduzco por la conversación que mantiene) que se dirigen a Xàtiva y a Valencia. Una de ellas es argentina e idolatra no solo a Messi que acaba de ganar su segundo balón de oro, sino también a Guardiola. Otra de ellas es del Madrid. La conversación futbolista se acaba pronto para evitar disputas y vuelven a la pedagogía. Yo, me centro en mis apuntes, hasta que varias llamadas telefónicas de la estudiante de Psicología llaman mi atención.

Tema 1: Balanza de pagos (este me lo salto); Tema 2: Modelo estándar y ganancias del comercio (este me lo leo, que es fácil); Tema 3: Modelo ricardiano (¿precio relativo del queso en términos de vino o del vino en términos de queso?); Tema 4: Modelo Heckscher-Ohlin (tierra y trabajo, tela y alimentos, salarios…) y aquí me disperso. Es la tercera llamada que recibe la viajera de delante y es la tercera vez que oigo (pero no escucho) que comenta que está estudiando porque tiene examen al día siguiente. Paro en seco de leer porque me doy cuenta de que es mentira. Llevamos 45 minutos de viaje, hemos pasado Villena donde no ha subido nadie a nuestro vagón, estamos a punto de llegar a Xàtiva y, en todo el trayecto, no la he visto coger un libro o unos apuntes. Tan sólo tiene en sus manos la agenda, venga de darle vueltas, y el móvil. Cuelga el teléfono pero de nuevo vuelve a sonar y le vuelve a decir a su interlocutor que está en el tren estudiando. Nueva conversación -ésta vez a llamado ella- en la que se confiesa mentirosa: «Estoy en el tren, que me vuelvo hoy a Valencia. Ya sé que te dije que me iba el sábado, pero te mentí, es que no me apetecía ver a nadie» y continua con la mentira de antes: «sí, estoy estudiando, pero no lo llevo muy bien». Normal…

Parece que después de esa llamada que dura unos cinco minutos, la chica se ha cansado del móvil y se dispone a echar una cabezadita. Yo vuelvo a mis apuntes. Tema 5: Economías de escala, Tema 6: Movilidad de los factores productivos (de aquí me miro el trabajo, en la parte del capital no hay gráficas y me aburre soberanamente volverlo a leer), Tema 7: Aranceles (el tema con más colorines de todos los apuntes), y hasta aquí llego con el estudio.

El convoy (si es que se puede llamar así a la unión de tres vagones) llega a Valencia con los 10 minutos de retraso de rigor. La estación está relativamente tranquila, todavía no se ven carreras desesperadas por coger el tren de Gandía, Xàtiva o Castellón… Nunca entenderé porqué corren tanto si cada media hora (e incluso antes) tiene otro tren. ¡Yo si tengo que correr para coger el mío porque si lo pierdo, en el mejor de los casos, me paso 4 horas en la estación! Pero volvamos a la bajada del vagón. La susodicha estudiante de Psicología baja delante de mí. La espera un chico que la ayuda a bajar la maleta. Bajo detrás y me dirijo a la parada de metro. Ellos siguen la misma dirección. En el andén del metro me siento en uno de los fríos bancos de mármol y ellos están de pie a mi lado. De nuevo oigo que la chica comenta que ha estado estudiando durante todo el viaje de tren y que no está segura de saberse tal o cual tema… Esto, esto sólo tiene un calificativo: se trata de una mentirosa compulsiva.

PD: Si, exagero mucho.

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