Todo producto que se precie que se comercialice en un envase ha de contener, además del susodicho producto, un vació existencial que se me hace incomprensible a la vez que sumamente decepcionante. Hoy me ha pasado con el tubo de pasta de dientes que he comprado. No sé porqué se me ha ocurrido, antes siquiera de abrirlo, oprimir suavemente la parte inferior del mismo y voilà!, la pasta de dientes ha ascendido por el tubo hasta llegar al tapón (virgen, impoluto, cerrado a cal y canto) dejando un vacío de medio centímetro en la parte inferior del envase. La nada en estado puro estaba allí presente, puesto que las paredes del tubo al quedar liberadas de la pasta dentífrica, se han pegado la una a la otra sin dejar la menor posibilidad a la existencia de una burbuja de aire que diese una explicación a tan vil espacio en el recipiente.
Pero si de aire hablamos, no puedo -por más que lo intente- dejar de acordarme de las bolsas de patatas. ¿Por qué si lo que yo quiero son más Ruffles en el paquete, me venden cada vez más aire? Nadie –sin excepciones a la regla- quiere aroma a jamón metido en una bolsa en cuyo fondo se encuentran rodajas finas y onduladas de tubérculo con sabor a uno de los más ricos bocados del cerdo. Vale, puedo verle una explicación medianamente aceptable a las bolsas de papas si consideramos que el aire despreciablemente introducido en ella es para evitar que durante el almacenamiento, distribución y espera en el estante de la tienda no se rompan, pero la explicación se queda obsoleta cuando de pipas se trata. Y, puesto que el tema ha salido a colación, ¿por qué toda bolsa de pipas que se precie contiene un palito de madera recubierto de sal? En todo caso lo que tendría sentido que contuviese la bolsa serían pequeños resto de las vainas en las que la pipa crece tostada por el sol (cascarujilla, vamos), pero no palos. ¡No tienes sentido! Igual que tampoco loa tiene el envase de tetrabrik con el que cada vez más marcas nos timas: el dichoso tetrabrik con tapón de rosca. Nunca un litro de leche volverá a ser equivalente a cuatro vasos llenos. Siempre queda leche atrapada en el paquete y cuando mueves el envase la oyes, notas su presencia rodeada de un vacío y frió envoltorio de vete a saber cuántas capas aislantes entre el líquido y el cartón.
En materia de líquidos, no me gustaría olvidarme de aquellos frascos que han sido meticulosamente rellenados hasta un límite variable dependiendo de la botella que se seleccione. Los casos más flagrantes no se encuentran en las bebidas –ni espirituosas ni sin espíritu-, sino en el detergente y el suavizante. Una mala elección en el supermercado puede marcar la diferencia entre conseguir los 35 lavados que publicita el envase o sólo 34. De nuevo, un vacío existencial se apodera de mí cuando observo anonadada la variabilidad de la línea de flotación del suavizante en la botella. Nunca sé a ciencia cierta si es la perspectiva, la inclinación del estante o la distancia entre los botes lo que me hace pensar que uno está más lleno que el otro. ¡Qué elección tan difícil! Nos intentan vender algo lleno de eso mismo y de vacío aire como relleno. ¿No sería más fácil hacer los botes un poco más pequeños y que el producto fuese sólo producto? Porque de una cosa estoy segura: si nos pudiesen vender nada envuelta en un bonito e inservible envase, no sería nada, sería aire envolviendo la nada. Una nada envuelta que dejaría de ser nada para ser algo. Una paradoja que me desasosiega, como un vaso vacío pero lleno de aire, como una bolsa de bolsas: algo redundantemente innecesario.